Ya eran las once cuando llegó a su casa, acongojado y triste. La melancolía de su corazón no era tan débil como la brizna que azotaba aquella comarca en esos tiempos. Las tormentas acaecidas días atrás, que le proporcionaba su mente atribulada no lograban menguar el vacío en su corazón. Horas antes el mismo tapaba el cuerpo de su difunta amada, y el recuerdo del terrible accidente taladraba la humanidad existente en el joven testigo de todo. Estaba cansado. Había llorado durante todo ese tiempo, y el cansancio derribaba sus piernas maltrechas. Y sin más, soltó a llorar.
Cuando el chico, afligido por la muerte de su dulce dama, recobró un poco de lucidez, dio cuenta de los días que habían pasado. Había perdido todo conocimiento de la terrible verdad que aprisionaba su alma, ensimismado por contener hasta la última esencia del recuerdo, que poco a poco se iba perdiendo en el caudaloso río de los recuerdos, atormentado por la esencia de lo prohibido en sus adentros. Sin embargo, ahora, un poco más calmado, encontraba nuevos bríos para vivir su vida normal. Estaría hueca, y su corazón vacío, pero él trataría de olvidar. Ese había sido el último deseo de su Nora… de su diosa de fuego, muerta días antes. La había mantenido entre sus brazos hasta la llegada de la ambulancia, y había muerto pidiéndole no tomara aquello como su culpa. Ella había intentado juguetear con él, tropezó y cayo al paso de aquel maldito camión, que en un instante, en un momento de cegadora visión terrible, acababa de tajo con dos destinos dados a sí. Y la última carta jugada en el gigantesco tablero estaba siendo jugada en otro lado.
Después de apagar el incienso, a cuya creencia de cuidador de espíritus estaba encargada la pequeña choza, de caña rota y hojas secas, y que silbaba por sí misma en época de vientos, dando al lugar, melancólico en su presencia, el anciano levantó su mirada por unos minutos, después de los cuales se sentó y entono el breve himno de sus decepciones. Sabía lo que debía hacer. Con tono fugaz y siniestro, arremetió el silencio contra el incienso, provocando una dulce neblina, que arreciaba más y más, como la fiesta misma de las ideas, y los recuerdos. Danzaba con el anciano. Lo amaba. Y se despedía, pues la última faena no le correspondía a ella, sino a su querer impuesto.
Todo acontecía muy rápido. El joven y el anciano se encontraban juntos. La niebla, de alguna manera había transportado al viejo donde el chico. Durante un breve espacio de tiempo los dos se observaron. Y mientras la niebla volvía a cubrir con su amoroso abrazo a los dos, el anciano exhaló su último aliento. El joven no atinaba a saber lo que sucedía, y de alguna manera intuía que el anciano le había dado un mensaje de manera fehaciente a través del cortante silencio. Y por alguna razón que no alcanzaba a comprender, le dolía la muerte de un ser que jamás había visto. En los breves instantes que la niebla los cubrió, sintió que aquella muerte había provocado esta situación, y que, ante todo, era una especie de regalo de su amada. Una revelación. Su destino. Y cuando se despejo el humo incoherente, una pequeña muñeca roída y rota se encontró con el chavo, a sus pies, como hablándole de su señor de muñecas…
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