Y
entonces llegó. La suave brisa que la luna exhibe cuando viene a visitarme,
llego al Palacio de mi memoria, justo en los instantes en que mi dulce Rafaela
se encontraba levantando las pesadas columnas de la mansión principal.
Dado que
su capacidad para volar excede por mucho los milagros que le he visto realizar
en el nombre del poder más alto que nos embiste con su calor de luz, he
encontrado gratificante solo sentarme en uno de los bancos aledaños de la gran casa,
mientras una y otra vez mi Ángel hace labores de limpieza. Nunca hace calor aquí, mientras la brisa lunar había llegado
hacía meses y proporcionaba un confort nunca antes sentido por mí. Pero lo
verdaderamente increíble es que Rafaela también lo sentía y eso la llenaba de
alegría y gozo. Incluso, me contó que una ocasión platicaron las dos.
Me hablaba
de su tenue figura. De su risa juvenil y de su emprendedora calidez. Eso me
llenaba de curiosidad debido a que jamás había oído hablar de otro personaje que
no fueran aquellos creados por mi -fértil a momentos- imaginación. Y trataba en
vano de imaginarme a aquel ser que ahora compartía algo con mi curadora. Simplemente
no podía. Y me llenaba de frustración, sensación que inmediatamente desaparecía
al ser rodeado por el murmullo de su plática.
Pero ahora
estaba allí. Y lentamente la brisa se arremolinaba frente de mí, creando una
niebla espesa en un pequeño espacio, mientras tomaba forma. Forma humana. Rafaela
se apresuró a colocar la columna que en ese momento levantaba, para poder asistir,
a mi lado, al nacimiento de una nueva figura en el panteón de mis designios.
Cuando la
niebla terminó de formarse, podía ver de forma nítida la efigie humana que
pertenecía a la luna. Una hermosa joven de tez morena y tierna sonrisa. Me hizo
una reverencia, lo que me sonrojo. Rafaela sonrió complacida y feliz porque
ahora ella haría las presentaciones y conocería a su nueva compañera de juegos.
Una tenue luz se dibujaba alrededor de ella, como una especie de aura
protectora, aunque no había nada de que preocuparse. Mi Palacio de la Memoria
es sagrado. Solo yo puedo destruirlo a voluntad. Aunque alguna vez hubo alguien
que pudo obtener ese poder, con el paso del tiempo este volvió pleno,
arrogante. Sugerente. Brillante. Y ella era una invitada no mía, pero gozaba de
la venía de la salvadora de este humano que soñaba en grandes llanuras en un
lugar que siempre poseía a la noche, un lugar donde la luna siempre podría
brillar plena para que la brisa pudiera pasear en ella. Un lugar donde alguna
ocasión en que yo entrara y estuviera por aquí paseando y platicando con mi
protectora, pudiéramos platicar de desiertos silentes y paisajes alucinados por
la severa prisa de quien lo espera todo…
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