Sueño con tenerte en mis brazos una vez más. Onirismo descompuesto por la tenue batalla de mi ego. Entonces me ahogo en el alcohol, consciente de que esa acción desencadenara una cadena de eventos que probablemente me lleven a un suicidio simbólico, que llevará a un clímax terrible sabiendo que no contestarás el teléfono tú, sino él. Él, que te ha robado para si, dejándome con un manojo de mil ideas de un futuro que ya se ve demasiado lejano como para que corra tras de él. Abro el refrigerador y entre las mil y un bobadas que juntos cocinamos, de esas que tan deliciosamente te hacían reír, saco la más escueta, la más lejana. La que se cocinó antes que las demás. Y en un arranque de ira la aviento a la pared. Se rompe en mil pedazos, mientras que de cada trozo roto se asoma un ojo violáceo. Todos viéndome fijamente, como culpándome. ¿Habré sido yo el culpable? Creo que si. Pero volvería a hacerlo todo, aunque supiera que eso significa perderte de nuevo, porque sé que fue lo correcto. Nunca te entregue nada indebido, más que mi corazón moribundo, que resucitaste para luego sostenerlo en lo más alto y dejarlo caer. Por ello, en esa criatura que ahora luce un raro tono grisáceo y esta casi sin vida receto unos versos que jamás leerás. Y se los daré de comer. Seguramente los vomitará, pero no tendré que preocuparme por barrer el piso con ellos, ya que aún así los absorber y ese último festín significará su muerte segura.
Abro la ventana. Ya es tarde. El tiempo parece no haber cambiado en absoluto. Las callejuelas que veo desde mi hotel se ven repletas de gente. Miles de historias pululando vivas, ardientes, recalcitrantes en su deseo y podridas en su muchedumbre. las plazuelas con comida, los localizo de madera con sus cubiertas de lona que desatan un mar de calor por debajo de ellas, los ruidos multicolores que engalanan cada puesto, cada venta, cada sueño cumplido al sonido del viejo banjo de aquel niño que envejecido, recita con fervor las únicas notas que aprendió en su vida, aquellas notas que lideran su vibrante agonía en un cumulo de esperanzas rotas como su alma rota al irse la mujer de su vida con otro. Y entonces, emparentado con aquel ilustre personaje, aquel indio llamado Juan, cazador de ángeles viejo, me dispongo a ver más allá de los tonos rosados con que mi habitación despide al mundo en un lecho que no es, ni por equivocación, de dulces rosas…
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