miércoles, 28 de octubre de 2015

Recuerdos tantos...

Extraño los sabores viejos. Esos que se te quedan en el alma a partir de las cosas más sencillas. Aquellas que vale la pena guardar en esa pequeña cajita que es la memoria y a la que, sin embargo, le caben tantas y tantas cosas.
Extraño aquellas calles empedradas de mi niñez. El cálido sonido de las palmera en la tierra de los abuelos. El aguerrido despertar de los gritos de los niños, mezclándose unos con otros hasta formar esa masa informe que era la prima infancia. Las historias que podías darte el lujo de creer porque ¡para eso eras un niño! ¡A eso tenias derecho! El hombre del costal, el accidente mortal de avión que ocurrió enfrente de tu casa; las decenas de juegos que ocurrían usando como excusa sólo tu imaginación…
Extraño los sinsabores de mi precoz gusto por las mujeres. El comenzar a perderme en cada par de ojos, en las imágenes que se sucedían en mi infantil mente, solo para volver de golpe con las despedidas formales y el comienzo del camino a casa, a la realidad de mi inexperiencia en esos menesteres. Extraño los zanates, sus incesantes gritos, la plaza principal envuelta en blanco a nivel de piso y verde a nivel de cielo por la cantidad enorme de arboles con los que contaba, árboles que ya no existen. Zanates que ya no cantan. Un silencio sepulcral que entierra por siempre cualquier recuerdo que pudiera generar ahora en los jardines en los que solo se puede dibujar la silueta de los juegos que de niño alegraron mis memorias.
Extraño la incesante búsqueda de la perfección que solo me dio mi primer beso. Ese beso tan profundo, tan tierno. Ese beso que me enseño tantas cosas y que he buscado una y otra vez, sin éxito, emular en cuanto al potencial que tuvo en mi experiencia. El beso que robé porque era en ese momento o nunca…
Extraño a la morena que me dio más de su vida para formar la mía, de lo que yo jamás le hubiera pedido a alguien. Añoro su mirada profunda, sin las marcas propias de la edad; sin la indeleble huella de lo vivido. Extraño su corazón sin sentido que, sin embargo, le daba cauce a un destino que desconocía. Extraño sus charlas en la calle, caminando por debajo de las sombras que la noche da a cada esquina. Los cafés desgastados en su compañía. Las grandes pláticas acerca de temas que ambos desconocíamos y a los cuales dábamos con cada palabra nuestra muchos significados. Extraño sus pequeños ojos verdes. Su mirada cálida. Su sencillez a pesar de ser la niña más linda de la secundaria. Extraño la camaradería que esa edad brindaba, por ser la transición de la inocencia a una pre adolescencia, donde las primeras señales de la maldad absoluta comenzaban a corromper el delicado velo de la esperanza y comenzaban a asentarse las primeras lecciones de realidad del mundo adulto.

Extraño el sabor viejo de la rebeldía. De esa rancia melodía que nos convierte, en ocasiones, en depredadores de nuestro propio mundo. La sensación de que, por mucho que la madurez y la experiencia de aquellos que pisaran este mundo mucho antes que nosotros hubiera hecho mella en él, nosotros podíamos voltear de cabeza sus preceptos y dejar nuestra huella mucho antes de que ellos, en su momento, lo hicieran. Extraño sus pequeños pechos. Su sexo. Su instancia a amarme sin pedir yo nada a cambio. la débil tenencia de lo prohibido que me era su esencia por la desfachatez con que ella me obligaba a quererla por sobre todas las cosas. Las memorias lívidas de la vida que se empeño en abrirme paso como si de un riachuelo se tratara…

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