jueves, 2 de enero de 2014

Días sin Asueto (II)

—Tardaste en llegar, muchacho— una voz aceitosa, cavernosa, surgió de aquel viejo. Por un momento a Francisco le pareció que la voz proviniera de alguien mucho más joven… —Pero aquí estamos, listos todos para completar por fin, después de tanto tiempo, el ritual…
— ¿De qué habla? ¿Cuál ritual? ¿Por qué me quieren aquí, quienes son? — El terror ya comenzaba a dominar a Francisco…
— ¡A callar, insensato! Siempre sales con tus tonterías, pero esta vez me he asegurado de que no salgas de aquí a menos que liberemos todo el poder de las runas…
Francisco se dio cuenta de que estaba en un lugar fuera de lo común… formando una especia de estrella de David, salieron del piso, en cada punto que representaba un pico de la estrella, el mismo número de cilindros, cada uno con un pequeño haz de luz por encima, cubriendo lo que parecían ser algunos objetos. La luz no permitía saber a primera vista que objetos eran. Diez hombres se apostaron en cada uno de los puntos de la estrella. Uno de ellos empujo a francisco hasta uno de aquellos cilindros y finalmente el viejo se colocó en el punto que faltaba. Otro hombre se acercó a Francisco y colocándole el cañón de una pistola en la cabeza le susurro que hiciera lo que aquel viejo dijera.
— ¡Ik tikiante tal exquianim! ¡Resurjan, oh Antiguos! ¡Resurjan!
Al instante todos aquellos hombres metieron la mano derecha dentro de cada haz de luz. Francisco lo hizo cuando el hombre detrás suyo le toco con la pistola en la cabeza, aunque tardo un poco debido al miedo. Cada haz de luz desvió su trayectoria recta ascendente y envolvió a cada uno de los involucrados en aquel rito misterioso.
De pronto, cuando la última luz hubo envuelto al último de los hombres, estos comenzaron a retorcerse de un inmenso dolor. Pero parecían no poder despegar su mano del haz de luz. Francisco no había sentido jamás un dolor tan intenso, esta le quitaba las fuerzas, pero no podía despegar la mano. ¡Que le importaba que le mataran de un balazo! Ese dolor era tan fuerte que bien valía dejar de sentir dolor, ¡Pero no podía despegar la mano! ¡Que dolor!
Un ligero sonido había seguido creciendo desde que todo iniciara. Y ahora, cuando el dolor era más intenso, aquellos hombres que no participaran también sufrían pero ellos del terrible sonido, como un lamento que irritaba el alma. Todos, absolutamente todos, eran presas de un dolor inimaginable. Todos menos uno: aquel anciano permanecía incólume, con una carcajada que trataba de competir con aquel sonido….

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