sábado, 26 de febrero de 2011

MONICA: CAPÍTULO SEGUNDO... LA TERNURA DEL OLVIDO

Observo de reojo la gran luna nacarada que me recibe en el jardín, y una lágrima escapa a mi entendimiento. La ternura de sus ojos me enloquece. Quisiera permanecer en ellos por siempre, perdido en la eternidad de su mensaje, y la vida me recuerda que eso es imposible. Acariciando sus pequeños pero duros pechos, recobrando mi cordura cada vez que, observando la blancura de su piel -órgano supremo que no por ser el superficial pierde el tono profundo de la identificación-, voy recorriendo uno a uno cada recoveco, cada rincón de ese cuerpo que adoro, y que no dejare ir jamás. Cierto es que a sazón de cada acontecimiento, la eternidad se hace corta en espera de aquel oscuro presentimiento que no podemos evitar, y que nos aprisiona, como si en ello le fuera dada la redención. Así veo todos los días a mi amada; al calor de su aliento sempiterno en mis recuerdos, al aroma de su corazón, que siempre me recibe con los brazos abiertos… al recuerdo de su sencillez, simplicidad que me ahoga por no ser lo que de mi espera, pero deseosa de perdonarme cada error, cada torpeza cometida por el pecado de nacer hombre, cuando ella es mujer.
Me veo moverme a mí, y no a la luna. Agacho la mirada, pues la señora que refleja tan limpiamente la luz de su gigantesco hermano me cuestiona mis motivos. Yo no sé que responder. Apenas logro exacerbar todos aquellos pensamientos que hacen fácil presa de mí, como si quisieran exprimirme en un tortuoso abrazo para sacar la mierda que se encuentra en mí, y volverme bueno, digno de ella. No pueden, pues así soy apto. Así soy fuerte. Así demuestro mi cobardía ante la vida. Así me repudio. Antiguos amigos vienen en ese momento a visitarme. La sombra del amigo muerto, las de los familiares acaecidos, y un remordimiento que no olvido, dan rienda suelta a mis pecados. La gran caja se ha abierto. Todo dura unos cuantos segundos, como eternidades que me sonríen mientras mi corazón se pudre en un vaivén de éxtasis y de frenético y salvaje linchamiento. Mis vísceras por un momento adornan las frías paredes de mis poemas y mis cuentos. Y me gusta lo que veo. Es una lucha tan interna, que las apariciones socavadas de la lumbrera de mis atosigamientos despiertan, y vuelve a dormir en un instante.
Suspiro tan alocadamente, que yo mismo me percato del pensamiento que pasa en mi cabeza inadvertidamente. Vienen a mí las variaciones que pudieran desquiciar a los monstruos del palacio de mi memoria, y los saludo cortésmente, como viejos amigos. Después de todo, ellos son mi otra parte. La que nunca le mostrare. La que morirá conmigo. Pues ya no tienen derecho a salir. Se los he prohibido al calor de un café capuchino, y respirando los viejos aromas del café de mi niñez. Y mientras voy caminando me pregunto, si tendré suficiente del señor eterno, para hacerla feliz, mientras ella en la cama, me extiende los brazos, soñadora…

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